La tarde del pasado 10 de julio, una camioneta se paró frente a la casa de Rosalinda, en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Del vehículo bajó su hija de 15 años de edad. La joven estaba descalza, con la blusa rota, el cabello alborotado y el rostro devastado por un asfixiante sol y abrumada por el calor del desierto.
La adolescente se acercó a Rosalinda, la abrazó y soltó en llanto. Todavía con la impresión de verla, la mujer alcanzó a preguntar: “¿qué tienes?, ¿qué te pasó?, ¿por qué vienes descalza?”. Las preguntas continuaron en su mente “¿Qué le hicieron a mi niña? ¿Qué le pasó?”.
La respuesta fue un susurro al oído: “Me violaron”. Rosalinda no escuchó esas palabras. Repitió la pregunta y la respuesta fue la misma. Pasmada por la impresión, le limpió la cara con la mano, la miró y le pidió que no siguiera llorando. “¿Quién te violó?”. De nuevo una respuesta simple: “Los soldados”.
Así es como Rosalinda, madre de la joven de 15 años ultrajada por elementos del Ejército, narra lo que sucedió ese 10 de julio. Su intención –dice– es que alguien se atreva a alzar la voz por ellas y se castigue a los soldados que vejaron a su hija.
Rosalinda y su familia no tienen abogado ni una red que los ayude a continuar con la denuncia que iniciaron ante la Procuraduría General de la Republica (PGR) y la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).
Con la rabia de saber que su hija fue violada por efectivos militares –cuenta Rosalinda–, le pidió que fueran a denunciar. “Quiero ir al cuartel para hablar con el general, para demostrarle la clase de criminales que tienen y que portan placa”, dijo en ese momento, pero la joven se negó.
Los hechos
La chica se encontraba con su novio en un hotel de Nuevo Laredo y poco antes del mediodía él salió de la habitación. Casi enseguida escuchó que tocaron la puerta y abrió pensando que se trataba del novio, pero al instante un grupo de soldados uniformados, armados y con pasamontañas entró al cuarto.
La presencia de los soldados en Nuevo Laredo es común, por lo que la joven pensó que quizás se trataba de un operativo. No fue así. Un militar le quitó el celular, otro le revisó la bolsa y uno más le ordenó que se quitara el pantalón.
Lo que siguió fue un breve interrogatorio y un cúmulo de golpes en el vientre. Como un mecanismo de defensa para que no le siguieran pegando, ella dijo que estaba embarazada. De nada sirvió y fue violada sexualmente.
Después de varios minutos los soldados la dejaron y se fueron. Ella salió del hotel, caminó hacia la calle y encontró a una persona a quien le pidió prestado su teléfono celular. Llamó a su madre y le pidió que fuera a recogerla a la gasolinera cercana a su casa.
En casa, Rosalinda tenía que atender el negocio familiar, una tienda de abarrotes, así que el padre fue por ella. Cuando llegó a la gasolinera la chica ya no estaba. Preguntó a un señor por una joven alta y de cabello largo. El sujeto le respondió que se la acababan de llevar los soldados, los mismos que la agredieron en el hotel.
De lo que pasó después, sólo la joven lo sabe. Los militares la subieron a un vehículo y la llevaron a un paraje lejano, ahí le quitaron los zapatos y la abandonaron. Luego de caminar un largo rato encontró una casa donde le prestaron auxilio y la llevaron en una camioneta para encontrarse con su madre.
Cuando la adolescente llegó a casa, lo último que quería hacer era denunciar. Sus padres la apoyaron. “Se hará lo que tú quieras, pero para mí esto es como quedarse callados ante tanta injusticia, pero está bien, te voy a respetar”, le dijo Rosalinda.
Sin saber qué hacer cuando ocurre una violación sexual, la familia creyó que era preferible olvidar lo sucedido… pero su vida nunca volvió a ser la misma. La joven ya no salía de casa, comía poco y tenía trastornos de sueño. Y así pasaron los días.
El hecho que hizo reaccionar a la familia fue el hostigamiento militar. Camionetas del Ejército comenzaron a pasar de manera frecuente frente a la tienda de abarrotes. Cada vez que circulaban por ahí, los vehículos bajaban la velocidad sin detenerse.
Rosalinda no dijo nada, pese a que su hija se encargaba de atender el negocio. En varias ocasiones dos camionetas se pararon frente al lugar, y dos, tres o cinco soldados bajaron a comprar. Veían a la joven, susurraban entre ellos y reían.
“Yo dije: bueno, estos personajes ya saben, o ella les dijo donde vivíamos, y es una manera que están utilizando de hostigarla, darle miedo, burlarse de ella. Es una forma de decirle ‘o te callas o les va a ir mal’”, narra Rosalinda.
Así pasaron unas dos semanas, hasta que un día Rosalinda no pudo más, rompió en llanto y decidió que no debía seguir callando. Convencida de que quería justicia y que no permitiría que volvieran a vejar a su hija, sintió que debía actuar.
Con el temor de enfrentarse al Ejército y de que incluso puedan matarla, la mujer dice a esta agencia: “El miedo me impulsa a defender lo que yo más amo en esta vida que es mi hija”. El primer paso fue dejarconstancia del caso, así que a fines de julio convocó a los medios de comunicación a una conferencia de prensa.
Rosalinda contó su historia y el 29 de julio acudió ante el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo para presentar una queja por el hostigamiento del que era víctima. De esa manera comenzó su búsqueda de justicia.
La estrategia de la familia de informar a los medios dio frutos. El pasado lunes 5 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió el comunicado 223/13 para informar que iniciaría una investigación de oficio, a fin de recabar evidencias y pronunciarse al respecto.
Rosalinda no sabe nada de averiguaciones previas ni expedientes judiciales, pero está segura de que alguien debe investigar y sancionar a los soldados.
El mismo 29 de julio la mujer acudió a la PGR a denunciar los hechos y le tomaron la denuncia. El pasado sábado 3 fue con su hija a la guarnición del Ejército en Nuevo Laredo. Las recibió un general, quien –destaca– las atendió amablemente.
El mando militar, cuyo nombre no recuerda, escuchó todo el relato y se comprometió a investigar los hechos. Le pidió que al día siguiente, domingo 4, fuera al cuartel a reconocer a los agresores.
Así lo hizo. Llevó un video que consiguió en el hotel, donde se ve a los soldados entrar y salir del lugar. También llevó la blusa rota de su hija. Entregó todas las pruebas, en espera de que sirvan para que se acredite la violación sexual.
En el cuartel la adolescente identificó a por lo menos cuatro de sus agresores. Firme, sin titubeos, dio detalles significativos. Dijo que le pidieron la contraseña de su celular, le robaron la bolsa, la obligaron a fumar mariguana, le rompieron la blusa y la golpearon con sus armas.
“A cada uno de ellos les estuvo diciendo, delante de todos los demás, lo que le hicieron”, relata Rosalinda. Los generales, dice, le prometieron justicia, por lo que confía en la palabra del Ejército.
“Ojalá que la Sedena se dé cuenta de la clase de delincuentes que tiene adentro de sus filas. Yo creo que los altos mandos no se dan cuenta de lo que andan haciendo esos delincuentes, porque si se dieran cuenta no hubiera delincuentes como ellos aquí”, subraya la madre de la víctima.
Reconoce que la denuncia le ha traído a su hija estigma, críticas y una férrea acusación de que ella “tuvo la culpa” porque se encontraba en un hotel, pero eso –añade– no justifica que dos o más soldados cometan una violación sexual
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